Por una nueva vigencia del Humanismo

Noviembre 2020

Carlos Castillo

La Nación

Una filosofía abierta a las nuevas experiencias que su propio tiempo le impone.

Una filosofía móvil capaz de incorporar tradiciones para enriquecer sus propios preceptos.

Una filosofía que por tener en su centro a la Persona, dialoga desde su tradición con la realidad viva, abierta y móvil que es precisamente la experiencia humana…

El Humanismo conserva su vigencia en la medida que hace suyas las grandes preguntas y los grandes desafíos de su época, para responder a partir de su legado actualizado, de sus valores y de sus principios rectores.

Ese es el gran desafío de todo pensamiento: involucrarse en el presente, salir de su torre de cristal para ser praxis, decidir e incluso atreverse al encuentro con la realidad: desafiar prejuicios y estereotipos, con la certeza de que lo contrario acaba degenerando al pensamiento en su antítesis, que es el dogma.

Un dogma no cuestiona ni duda: tiene convicciones inamovibles y hace que la propia realidad se ajuste a sus dictados. Si algo de la realidad se le escapa, mal por la realidad, que debe ceñirse a lo establecido en sus preceptos.

Hace falta así voluntad y capacidad para que el Humanismo siga siendo una filosofía viva, un pensamiento útil, una forma de descifrar y entender el mundo presente.

Y es precisamente esa vocación de indagar, de cuestionar, de realizar una crítica de nuestro tiempo la que distingue el diálogo sostenido entre Mercedes Monmany y Rafael Argullol en el libro Humanismo cosmopolita (Gedisa, 2020): un encuentro en que la escritora y el ensayista entablan un desglose de los principales conflictos que enfrenta este siglo XXI para ahondar en su origen, en su desarrollo y en las posibles soluciones que ofrece la reflexión filosófica.

Reflexión que exige, argumentan, una formación que recupere el valor de la literatura, del arte y de la propia filosofía como parte del conocimiento impartido en los programas escolares y universitarios, pero que debe evitar caer en el academicismo que establece distancias insalvables entre el especialista y el público amplio, de manera que su acceso, como parte de la construcción de un pensamiento crítico, se encuentre a la mano de la sociedad en su conjunto.

Contar con las herramientas adecuadas para desarrollar ese pensamiento crítico se vuelve una clave importante para volver a llenar el mundo de significados y trascendencia, perdidos o abandonados en la prisa por capturar instantes –el tuit o la selfie–, palabras y símbolos vaciados de sentido que son aprovechados por quienes, desde el autoritarismo y el totalitarismo, se benefician de esos vínculos rotos entre “palabra y verdad”.

No se trata de posverdad, afirman: se trata de superar ese eufemismo para nombrar a la mentira como tal, sin ambages ni medias tintas; se trata también de devolver al maestro su lugar primordial como guía y cauce de experiencia y conocimiento, sustituido en estos días por el coach; se trata de revalorar la experiencia del viaje como ejercicio de transformación interior y de encuentro con uno mismo y con el mundo, en lugar de asumir que acumular distancias, kilómetros o millas tiene un valor por la distancia recorrida y no por el aprendizaje obtenido.

Es también el esfuerzo por vencer la apatía, la indiferencia, el aislamiento que rompe la convivencia y el encuentro que hace posible el ser mismo de la comunidad; esta condición, que se manifiesta en expresiones como “es lo que hay”, hablan de un nihilismo, “de un fatalismo que parte de esa igualdad entre mentira y verdad, de la percepción de esta igualdad entre mentira y verdad”.

Y conducen, a la postre, a un abandono ante el que la mayor herencia y legado de la humanidad, ese Humanismo como síntesis de apertura y movilidad, tiene una alternativa capaz de contribuir, como lo ha hecho en distintas épocas, a restaurar aquello fracturado por un mundo que poco a poco se deshumaniza, que poco a poco lleva a que esa Persona humana pierda su condición fundamental y preeminente.

Argullol y Monmany no excluyen una crítica profunda a su propia generación: “Con la caída del muro de Berlín se propagó una especie de optimismo generalizado de que el mundo iba a ser cada vez más igualitario y que el estado del bienestar iba a mejorar. Sin embargo, el mundo actual es más desigual que el mundo en el que nacimos. Y éste es un gran fracaso como generación. Una generación que fracasa de esta manera no puede ir aplastando a los demás con sus verdades”.

Un libro, en suma, que rescata una tradición y la llama a ser cuestionada por las realidades de nuestro propio tiempo, para obtener así las respuestas que hacen falta, para mantener su necesaria vigencia y ser capaz de dar forma a los nuevos paradigmas que exige el mundo de hoy.

 

Carlos Castillo es Director de la revista Bien Común.