El presidente atrincherado

Abril 2024

Humberto Aguilar Coronado “El Tigre”

La Nación

La historia del siglo XX se caracteriza por la repetición de imposiciones políticas que se erigían como las promotoras del “Hombre Nuevo”.

Un hombre solidario, generoso, comunitario, para quien los intereses del pueblo siempre serían superiores a los del individuo y que sería capaz de construir una sociedad igualitaria en la que imperara la paz y la felicidad social.

Con el paso de los años, todos esos proyectos políticos demostraron su cara oculta, la auténtica cara que sustentaba su impulso vital, en un manifiesto odio al pasado y a las tradiciones.

Ninguna de las aventuras políticas igualitarias del siglo pasado, construyeron sociedades justas; ninguna soportó la libertad como espacio de acción ciudadana y política; ninguna fue capaz de respetar al individuo y su dignidad; ninguna toleró la disidencia y, por lo tanto, ninguna fue capaz de asumir la democracia como forma de organización política. Por descontado, todas erradicaron la competencia electoral como forma fundamental de su organización nacional.

Cuando el fervor por la revolución castrista, el apoyo al pacto de Varsovia y la solidaridad con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas chocaron de frente con el Gulag ruso, con las detenciones y juicios a puerta cerrada de defensores de derechos humanos en Cuba o con la masacre de Tiananmén, la reflexión desde la izquierda asumió que las promesas de futuros idealizados, a costa de la libertad política de los ciudadanos, significan, siempre, una catástrofe humanitaria.

Los apologistas del odio, los adalides de la destrucción tuvieron que abandonar las banderas de los socialismos y los comunismos porque tales consignas habían fracasado en el mundo. Tuvieron que mudar sus trajes, sus vestimentas y sus discursos para encontrar alternativas que les permitieran sobrevivir en el mundo democrático.

Pero el cambio es absolutamente superficial. En el fondo, los impulsos vitales de los nuevos actores políticos siguen siendo las mismas: la destrucción de las instituciones políticas, económicas y sociales que sustentan a las sociedades democráticas.

La destrucción ya no sería revolucionaria, porque la revolución (la promesa de un futuro idílico) fracasó rotundamente y hoy, carece de todo prestigio o atractivo en las sociedades contemporáneas. Así que la destrucción debía sustentarse en nuevas bases.

La primera decisión de las nuevas fuerzas destructivas es que esas bases tienen que ser coloreadas de democracia. Los nuevos conceptos políticos son el pueblo, esa masa integrada por todos aquéllos que apoyen el proyecto de la fuerza destructiva y, enemigos del pueblo, todos aquéllos que se opongan a la destrucción.

Todas las decisiones que apoye el pueblo serán democráticas, sin importar que cumplan mínimamente con las características esenciales de las decisiones democráticas.

Al pueblo se le ofrecerá destruir todo aquello que sea preciado por los enemigos del pueblo, seguridad jurídica, respeto al estado de derecho, respeto a las libertades políticas y a las reglas de la democracia. Todos los bienes preciados por los enemigos del pueblo se convertirán en diana para los afanes de destrucción.

Ya no se ofrecerá la revolución. El futuro dejará de ser relevante y, a cambio, se ofrecerá una satisfacción presente, generalmente una suma de dinero insostenible en el futuro, pero, como dijimos, el futuro ya no importa desde la muerte de la revolución. ¿A quién puede interesar la situación de la patria en 30 años si mañana me depositan mi beca o mi pensión?

Las libertades políticas no son objeto de un ataque directo e inmediato. Las minarán poco a poco. El voto ciudadano perderá efectividad para decidir qué fuerza y qué proyecto ejerce el poder público. El poder se concentrará, poco a poco, en la persona titular del Poder Ejecutivo hasta eliminar por completo al Congreso (la meta es mantener el control presupuestal, desactivar a la Auditoría y evitar que puedan detener reformas constitucionales o que puedan imponer controversias constitucionales o acciones de inconstitucionalidad) y, por supuesto, debilitar al Poder Judicial. Este es el cuadro que muestra el momento político de México.

El presidente de la República se olvidó hace mucho de cualquier proyecto de un México justo. Todos sus esfuerzos se centran en impedir, por cualquier medio, que sus esfuerzos destructivos puedan ser detenidos.

Su legado político se agotó en el momento en que los programas sociales fueron elevados a rango constitucional. Después de ese momento, no queda nada por hacer como no sea impedir el surgimiento de una sociedad organizada y reflexiva que no renuncie al futuro. La agenda presidencial inicia y concluye con acciones tendentes a defender la trinchera.

De ese modo llegaremos a la elección del 2 de junio: con un presidente atrincherado, con una candidata presidencial resguardada tras la trinchera presidencial, con un partido en el poder y con sus candidatos confiados en que el valor político del presidente sea suficiente para ganar su elección y con un país que dejó de preocuparse por sí mismo para convertir el odio en la bandera de lucha de todos los que apoyan la causa presidencial.

Y aunque este texto parece pesimista, lo cierto es que los mexicanos fuimos capaces de construir, a lo largo de las últimas cuatro décadas, la capacidad institucional para impedir el abismo: el derecho individual y libre al voto.

El 2 de junio es determinante para la historia de México. En nuestras manos está ejercer el voto y resolver el nudo gordiano que se nos presenta.

El 2 de junio significa la posibilidad de un nuevo amanecer en México, sin esos grandes nubarrones que hoy nos amenazan.

 

Humberto Aguilar Coronado “El Tigre” es Diputado Federal en la LXV Legislatura de la Cámara baja.

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