La autocrítica de los vencidos

Junio 2025

Roberto Gil Zuarth

La Nación

Con una raquítica participación del 13.1 por ciento de las personas con derecho a votar y una movilización de aproximadamente 10 millones de electores, el régimen impuso una nueva integración en la Suprema Corte de Justicia de la Nación; instauró un tribunal de Torquemada como mecanismo de control político sobre la actuación de la rama judicial del Estado y, más grave aún, desmanteló las racionalidades meritocráticas y de pericia técnica en la delicada función de pacificar los conflictos a través de la ley. La nueva hegemonía política ha capturado el último contrapeso institucional que impide la concentración de poder.

En la vasta literatura que disecciona las nuevas tendencias de erosión democrática en el mundo, se ha puesto énfasis en la táctica autoritaria de politizar la justicia y de apoderarse de los tribunales. Las autocracias recurren a la deslegitimación de los jueces para desatarse de restricciones. Minan políticamente su autoridad para desconocer sus fallos. Pero emprenden también el abordaje del poder judicial con perfiles militantes y, como acaba de suceder en México, con reformas constitucionales que socavan estructuralmente las mínimas garantías de imparcialidad. Los autócratas se apoderan de la judicatura porque saben que es la última línea de defensa que tienen los individuos y sus familias frente al Estado. El camino de la sumisión de las instituciones es también el de la servidumbre de los ciudadanos.

¿Cómo colapsó la república constitucional que limitaba el abuso Estatal?, ¿por qué fue posible que la democracia pluralista derivara tan rápido hacia esta autocracia mayoritarista?, ¿en qué momento se desactivaron los reflejos culturales, políticos e institucionales que pudieron impedir la mutación de nuestro muy imperfecto régimen democrático?, ¿en dónde encalló la indignación social del “INE no se toca” y se gestó el silencio apático que entregó al oficialismo el tercer poder del Estado?

Sí, efectivamente López Obrador es un autócrata con un plan. Su heredera milita abiertamente en su continuidad. Morena es una federación de facciones y de arreglos de dominio territorial, incluida la delincuencia. Por eso, el Estado de derecho les estorba, porque en el nuevo régimen el valor de la persona no proviene de sus derechos y garantías constitucionales, sino del poder monetario, de movilización política o de capacidad de fuego que tenga para acceder a los privilegios públicos.

La condición humana y la propia naturaleza del poder desenmascara tarde o temprano a los tiranos. Pero la reflexión todavía ausente es la parte de responsabilidad de las oposiciones organizadas, particularmente de los partidos de la transición. Esa autocrítica mínima de los vencidos. La crónica de las batallas que no dimos. La revivificación crítica de la encrucijada que no enfrentamos a tiempo.

López Obrador puso a debate el modelo judicial de la reforma de 1994. Trajo a la mesa algo que parecía tan absurdo, sin referente histórico o comparado, que muchos pensamos que se disolvería en el anecdotario de ocurrencias. Nada dijimos en la campaña de 2024 sobre los problemas de acceso, calidad, corrupción, endogamia y eficiencia de las judicaturas. Renunciamos a la pedagogía que rehabilita las legitimidades de los consensos pasados. No plantamos cara al atraco de la mayoría calificada espuria: apenas una impugnación legal sin movilización política. Debatimos la reforma judicial con los modales de los indiferentes, pero no con la indignación de los demócratas. Asumimos la vergüenza de los tránsfugas, sin resolver de fondo nuestras posiciones y tonos ante el régimen. Nuestra iniciativa política parece reducida a encender veladoras a la vialidad del TMEC, al chantaje bilateral de Trump o a la condena internacional que termina en un cajón.

La disyuntiva entre participar como forma activa de resistencia o la abstención como silencio de protesta no desapareció el día de la elección. Cruzamos esta coyuntura en la indefinición gracias, en buena medida, al desconcierto generalizado. Fue relativamente cómodo seguir la inercia del vacío porque todavía existe la pueril creencia de que el oficialismo cultiva estéticas de legitimidad, como hacía el PRI setentero al que tanto se parecen. Los días corren y la presidenta moderada, pragmática y libre simplemente no aparece por ningún lado. Tarde o temprano tendremos que encarar nuevamente el dilema sobre cómo defender nuestra libertad de los autócratas: desafiándoles palmo a palmo el poder, con la razón y la organización, o como profetas del apocalipsis venezolano.

Las repúblicas no mueren hasta que cae el último de sus ciudadanos. Cuando por la fuerza o la resignación se convierten en súbditos. Cuando pierden la voz pública para adjudicar el poder o se autoexclavizan en sus dependencias. Refundar la república exige resolver nuestro dilema. Ya en otro tiempo lo hicimos y fue para bien.

 

La nación