Morena y la corrupción

Marzo 2025

Fernando Rodríguez Doval

La Nación

En su discurso de toma de protesta como presidente de México, el 1 de diciembre de 2018, Andrés Manuel López Obrador hizo de la lucha contra la corrupción la gran bandera de su gobierno. “A partir de ahora se llevará a cabo una transformación pacífica y ordenada, pero al mismo tiempo profunda y radical, porque se acabará con la corrupción y con la impunidad que impiden el renacimiento de México”, dijo mientras prometía convertir la honestidad y la fraternidad en forma de vida y de gobierno.

Más de seis años después de aquellas palabras vale la pena preguntarse qué tanto se ha avanzado en aquella dirección, sin duda deseada por la inmensa mayoría de los mexicanos.

Hace unos días se dio a conocer el Índice de Percepción de la Corrupción 2024 que elabora la asociación Transparencia Internacional. Los resultados para México no son nada alentadores: caímos al puesto 140 de 180 países evaluados, y obtuvimos la calificación más baja en la historia: 26 puntos sobre 1000, en el que 0 representa la mayor corrupción en el sector público y 100 la menor.

En este índice, México ocupa el peor lugar entre los países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y el penúltimo lugar entre las 20 economías más grandes del mundo. En Iberoamérica, México está prácticamente al mismo nivel que Guatemala, Paraguay y Honduras, y muy por debajo de Brasil y Chile, nuestros principales competidores en la región.

No solamente no se ha cumplido la promesa obradorista de erradicar la corrupción de la vida pública en México, sino que todo apunta a que ahora estamos peor. ¿Qué ha fallado?

Por un lado, durante todo el sexenio pasado hubo una abierta tolerancia, cuando no connivencia, con personajes cercanos al ex presidente que se vieron envueltos en muy graves escándalos de corrupción: los contratos con Pemex de la prima Felipa Obrador, los sobres de dinero recibidos por los hermanos Pío y Martín para financiar ilegalmente a Morena, las propiedades no declaradas de Manuel Bartlett e Irma Eréndira Sandoval, o los robos y desfalcos en Segalmex.

Por otro lado, parece evidente que la Fiscalía General de la República ha actuado más por motivaciones políticas que justicieras, y el caso de Emilio Lozoya es una prueba fehaciente de ello. Además, ha habido decisiones del gobierno que no ayudan: ocho de cada diez contratos públicos se entregan por adjudicación directa, los programas sociales carecen de reglas claras de operación, y megaproyectos como Dos Bocas, el Tren Maya o Santa Lucía lucen opacos. Y qué decir de las complicidades con el crimen organizado de los gobiernos morenistas.

A todo lo anterior hay que agregar un problema institucional: la destrucción del Poder Judicial independiente y la eliminación de órganos autónomos que funcionaban como contrapesos al Ejecutivo.

La corrupción en México no se va a resolver con decisiones voluntaristas ni mucho menos ideológicas, sino con la creación de un auténtico entramado institucional que incentive su prevención, investigación y sanción, justamente lo que se pretendió con el Sistema Nacional Anticorrupción, que el obradorismo también destruyó.

Así las cosas, podemos decir que el sello de Morena ha sido, tristemente, el de la corrupción. Este tipo de clasificaciones internacionales son letales para la atracción de inversiones, los acuerdos comerciales y la instalación de empresas extranjeras. Además, por supuesto, de las nefastas implicaciones que la corrupción tiene en la vida diaria de los ciudadanos.

La corrupción implica violentar el pacto social, el que se establece entre gobernantes y gobernados para la administración de los recursos que son de todos. Por eso es tan grave y por eso la lucha contra ella no debe tener nunca tregua.