Esperanza, la autobiografía, del Papa Francisco

Mayo 2025

Julio Castillo López

La Nación

En italiano existe una frase común: “aspetta e spera”, que se traduce como “aguarda y ten esperanza”. El Papa Francisco, sin embargo, prefiere el castellano. Porque, como él dice, “esperar reúne en un solo verbo los dos significados”. Y en ese doblez de sentido —el del tiempo que aguarda y el del alma que confía— se teje la historia de su vida, contada con una voz humilde y poética en Esperanza. La autobiografía.

Este no es un libro confesional en el sentido clásico. No es un ajuste de cuentas ni una búsqueda de redención. Es, más bien, un testimonio vital; una memoria espiritual donde cada página nos recuerda que “la esperanza es sobre todo la virtud del movimiento y el motor del cambio: es la tensión que une memoria y utopía para construir como es debido los sueños que nos aguardan”.

Desde las primeras páginas, el Papa deja claro que su vida no se explica sin su familia, sin la historia de los migrantes, sin la guerra, sin la fe. Su abuelo Giovanni, veterano de la Primera Guerra Mundial, le habla del horror, del miedo y del sinsentido de la violencia: “el dolor, el miedo, la absurda y alienante inutilidad de la guerra”. Pero también le habla de la fraternidad que, como grieta luminosa, se cuela incluso entre enemigos. Aquel abuelo, campesino y luego pastelero, es la primera raíz de una identidad tejida con trabajo, sufrimiento y dignidad.

Bergoglio narra que su familia compró un pasaje en el Principessa Mafalda, el Titanic italiano, pero no logró abordar. “Por mucho que lo intentaron, no consiguieron vender a tiempo cuanto tenían. Al cabo, muy a su pesar, los Bergoglio tuvieron que devolver el pasaje y aplazar la partida para Argentina. “Por eso estoy ahora aquí”. En una frase resume lo que para otros sería el misterio de la providencia: un viaje no hecho, una muerte evitada, una vida entera posible.

El texto está lleno de estos giros del destino que él interpreta como signos. Lampedusa, por ejemplo, no fue un destino turístico para su primer viaje papal, sino un acto de memoria y denuncia. Aquella isla que es “puesto avanzado de esperanza y solidaridad, pero también símbolo de las contradicciones y de la tragedia de las migraciones”, es el primer púlpito de su pontificado. Desde ahí levanta la voz por los descartados del mundo.

Francisco lee la historia con la mirada de los pobres. Su análisis del populismo y de las guerras no es una teoría, sino una advertencia. “Que los jóvenes sepan de qué modo empiezan los populismos. Y de qué manera pueden terminar. Las promesas que se basan en el miedo… son el principio de las dictaduras y de las guerras. Porque, para el otro, el otro eres tú”. La frase tiene la contundencia de una consigna, pero también la ternura de quien no quiere que los errores se repitan.

Hay también espacio para la belleza. La esperanza no es sólo denuncia, también es estética, cultura, herencia. Habla con amor del cine neorrealista, de Los niños nos miran, de Roma, ciudad abierta, de Anna Magnani que decía: “Déjame todas las arrugas, no me quites ni una. He tardado toda la vida en conseguir que me salgan”. La arruga como biografía. La arruga como sacramento del tiempo vivido. La cantidad de personas a las que menciona con historia, nombre y devenir, la cantidad de testimonios que conjuga lo hace además un texto de la memoria y de lo andado.

Antes del papado y durante su mayor servicio platica con una gran redacción y grandes mensajes. Esperanza sí pero también los descartados, los conflictos vigentes y la misión desde el servicio. La guerra, por contraste, como lo anti-humano. Frente al cementerio de Redipuglia, donde yacen más de cien mil soldados, sesenta mil de ellos sin nombre, Francisco confiesa: “ese día lloré”. El Papa llora, como lloran los hombres que han entendido que la historia no puede ser indiferente. Porque la pregunta de Dios a Caín sigue resonando: “¿Dónde está tu hermano? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo”.

Pero el corazón del libro es, como lo sugiere el título, la esperanza. No como optimismo ingenuo, sino como virtud teologal, como actitud política y como pedagogía de futuro. “Los cristianos hemos de saber que la esperanza no engaña ni desilusiona: todo nace para florecer en una eterna primavera. Al final, sólo diremos: no recuerdo nada en lo que no estés Tú”.

Esa última frase condensa el tono del libro: una autobiografía escrita con el alma en Dios y los pies en el barro de la historia. Francisco no busca glorificarse, sino ofrecer su historia como testimonio de que, aún en el caos, hay sentido. Que aún entre ruinas, hay raíz. Y que toda biografía, si se vive con entrega, puede ser una parábola.

Este libro debería ser leído no sólo por creyentes. También por políticos, educadores, migrantes, jóvenes y en especial quienes se sienten perdidos. Porque en sus páginas hay una voz que no grita, pero interpela. Una voz que recuerda —como decía Gómez Morin— que la esperanza no es ingenuidad, sino proyecto. Y que sólo resiste lo que tiene alma.

Además de la memoria pródiga y el mensaje, es de llamar la atención la cantidad de referencias que hace a escritores, deportistas, músicos, cineastas, filósofos y momentos históricos. Es un gran testamento con grandes enseñanzas, como bien cita a Mahler, es entender que la tradición que no es la adoración de las cenizas, sino la preservación del fuego.

 

Julio Castillo López es Presidente de la Fundación Rafael Preciado Hernández.

X: @JulioCastilloL

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