La perversidad política

Septiembre 2022

Javier Brown César

La Nación

La destrucción de la política ha sido un proceso gradual y sistemático por obra de quienes llegan a cargos públicos con una larga cauda de resentimiento y odio. La política, esa actividad noble y superior, vital para la adecuada organización de los asuntos humanos ha llegado hoy a niveles de degradación insoportables.

La perversidad política no es otra cosa que la inversión de todos los valores, lo que lleva a que una actividad decente y necesaria, se convierta en un ejercicio perpetuo de daño intencional, de improvisación recurrente y de maldad sistemática. Este ejercicio denigrante de los cargos públicos es uno de los factores que está en la base del actual desprestigio de la política.

El caciquismo, esa vieja lacra de los sistemas políticos que fundan su autoridad en el carisma o la tradición, en lugar de en las leyes y las instituciones sigue hondeando sus banderas en el nuevo milenio. Manuel Gómez Morin hablaba del “caciquismo voraz e irresponsable… que obscurece y deprime la vida local y hace sentir hasta en las poblaciones más remotas, el peso degradante y ruinoso de la incapacidad irresponsable y de la explotación destructora”.

Los efectos del caciquismo en la vida pública son devastadores: “producen la esterilización de la vida local, la formación de un centralismo agobiador, el establecimiento inevitable de una cadena de complicidades que se extiende a todos los grados de la vida oficial porque hace depender a los municipios y a los gobiernos locales de la maquinaria política federal y a ésta, a su vez, la sujeta a una innombrable vinculación con todas las mafias políticas provincianas”.

El espíritu ciudadano es fuente de vitalidad y raíz de la participación cívica decidida. Los valores espirituales superiores, cuando iluminan la política le dan autenticidad, representatividad, confianza y credibilidad. La política es suprema actividad ordenadora y privilegio exclusivo de la persona. Sólo el ser humano hace política terrenal y en este ejercicio emula las supremas virtudes divinas que son como faros que iluminan el camino del buen quehacer político: como la divinidad también impartimos justicia, gobernamos el mundo y a partir de la prudencia anticipamos el futuro de forma providente.

La crisis en que está inmersa la política se deriva de que se la ha convertido en un ejercicio deprimente, propicio para las mafias: el pillaje, la ratería y las diversas formas de perversidad política campean y gobiernan de forma soberana, generando la impresión generalizada de que todo es suciedad y maldad. Decía con gran acierto Efraín González Luna: “la actividad política, para nosotros y para todo político honrado, no es ni afán egoísta ni aventura banal; menos es lo que para muchos, que todos sabemos, ocasión de saciar instintos bajos con desenfreno bestial”.

La perversidad se adueña de la política cuando destierra la ética de la vida pública, destruyendo así un binomio virtuoso que debería ser indisoluble. Nuevamente González Luna: “la política, guía, sendero y fuerza propulsora de destinos humanos; la política, substancia humana, necesidad de luz y de vida, tiene que ser, probablemente más todavía que la conducta individual, un sujeto de normas éticas”.

De ahí que Platón, en su célebre República, propusiera una brutal formación para quienes debían ser los guardianes de su ciudad ideal: “habría que imponerles, trabajos, sufrimientos y competiciones… Y habrá que crear una tercera especie de prueba… Así como se lleva a los potros adonde hay fuertes ruidos y estruendos, para examinar si son asustadizos, del mismo modo se debe conducir a nuestros jóvenes a lugares terroríficos… con ello los pondríamos a prueba mucho más que al oro con el fuego, y se pondría de manifiesto si cada uno está a cubierto de los hechizos y es decente en todas las ocasiones, de modo que es buen guardián de sí mismo… conduciéndose siempre con el ritmo adecuado y con la armonía que corresponde, y, en fin, tal como tendría que comportarse para ser lo más útil posible, tanto a sí mismo como al Estado. Y a aquel que, sometido a prueba tanto de niño como de adolescente y de hombre maduro, sale airoso, hay que erigirlo en gobernante y guardián del Estado y colmarlo de honores en vida…”.

El político debe ser templado como el acero, íntegro como el alma humana y servicial al extremo. Sólo así se podrá dignificar la noble tarea política, hoy tan desprestigiada como en tiempos de Gómez Morin: “una tradición lamentable que abarca la vida de toda una generación, ha hecho para todos los mexicanos una imagen especial y deformada de la política como actividad que se centra en el Poder, en el puesto público, en el cargo oficial, en el acceso al funcionarismo. Y para esa imagen distorsionada de la política, principios y programas no son sino acompañamiento verbal, más o menos laudable, de la lucha real por el Poder. Palabras; palabras que lo mismo amparan al que está en el puesto y las invoca para seguir en él, que a los que luchan por derribarlo y ocupar su lugar. Palabras vacías que van siendo rellenadas con el contenido cambiante de las circunstancias y de los apetitos facciosos del momento”.

La política no debe ser campo exclusivo para la satisfacción de apetitos, las decisiones públicas tampoco deben ser como veletas que se adaptan al contenido cambiante de las circunstancias que imponen su dinámica sobre las necesidades superiores de servicio y entrega.

El reto, en palabras del fundador de Acción Nacional es: hacer que el Estado “no siga siendo, como hasta ahora, un monopolio faccioso, sino un Estado nacional por la autenticidad de su origen y de su excesiva dedicación al servicio de la nación entera”. El panorama, cuando gobierna la perversidad es de destrucción total: “Hambre en el mundo. Miseria en México. Ese es el saldo que arrojan el estatismo totalitario, la confusión ideológica y el reblandecimiento moral que son las bases verdaderas del frente-populismo, ese fraude social gigantesco, del que son instrumentos principales en México el régimen de imposición, el partido oficial, los simuladores sindicales y agrarios de la lucha por la reforma y el mejoramiento; esa conspiración internacional para el dominio del Poder Público y el establecimiento de la esclavitud económica, política y espiritual”.

Y concluía tajantemente el oriundo de Batopilas: “queda solamente, de tejas abajo, una esperanza: la resurrección, en México como en todas partes, del espíritu ciudadano, el establecimiento activo del sentido de la dignidad del hombre, la restauración, en suma, de un criterio de verdad y de bien”.

 

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