La generación ansiosa, Jonathan Haidt
Julio 2024
Julio Castillo López
Jonathan Haidt es un psicólogo social que da clases en Nueva York y logró el éxito como autor internacional con el libro La mente de los justos: por qué la política y la religión dividen a la gente buena, en donde explica y documenta profundamente por qué las personas tienen creencias morales tan distintas y cómo dichas creencias determinan su filiación religiosa y política. En su libro más reciente, La generación ansiosa, haba de la forma en que los teléfonos inteligentes y redes sociales están afectando de manera determinante a las nuevas generaciones.
La tesis central concuerda con lo que prácticamente todos hemos pensado: la falta del mundo real con su juego, con su descubrimiento, con sus riesgos, con su contacto social y sus comportamientos físicos está modificando de fondo a los niños y jóvenes, y aunque para la mayoría de los padres ha sido un alivio que con un smartphone o una tableta se mantengan entretenidos los niños desde muy temprana edad, poco se sabía (y se había investigado) sobre qué tan seguros eran estos gadgets.
El libro cuenta lo que le pasó a la generación que nació después de 1995, conocida como la generación Z. Los que pertenecemos a la generación anterior llamada millennial (nacidos de 1981 a 1995) no tuvimos acceso en nuestra infancia al mundo de los teléfonos inteligentes durante nuestro crecimiento, porque surgieron en 2007 y aunque ya fuimos una generación que tuvo videojuegos y computadoras, nuestra infancia estuvo marcada por grupos de amigos, actividades al aire libre y convivencia social, además, no vivimos en un mundo interconectado virtualmente y eso es una diferencia crucial.
El texto señala dos tendencias y propone dos líneas mínimas de acción. Las tendencias son la sobreprotección en el mundo real y la infraprotección en el mundo virtual, y las líneas mínimas de acción son: retrasar el acceso a internet de los niños hasta los 14 años y evitar el uso de redes sociales hasta los 16, para que atraviesen el periodo más vulnerable del desarrollo cerebral antes de las comparaciones sociales y los influencers elegidos por algoritmos.
De lo anterior llama la atención la primera tendencia que se contrasta con la segunda, y con imágenes y ejemplos demuestra que la infancia se empezó a sobreproteger y así, pasó desde ir cambiando los juegos en los parques públicos que pasaron de ser francamente peligrosos (con pasamanos a dos metros y medio de altura, y columpios de metal oxidados) a ser tan cuidados que no se permitiera ningún riesgo, y lo opuesto con la tecnología, mientras antes no se le permitía a los niños “tocar” los aparatos, ahora no se ha hecho conciencia de todos los riesgos que puede traer la red para ellos. Hablando un poco de la experiencia personal, hace 12 años, junto con un buen amigo, empezamos a dar cursos en escuelas para concientizar del peligro de las redes sociales y la idea surgió porque se registraron varios suicidios de preadolescentes justo después de salir de una red que se llamaba “ask.fm” que podía ser anónima, y con este y otros ejemplos demostrábamos que la red es como una ciudad y así como hay lugares sanos y seguros, también hay lugares donde es mejor no acercarse.
Todo niño debe enfrentar riesgos y también debe experimentar lo que el sociólogo Émile Durkheim llama la “electricidad social”, que no es más que el aprendizaje por el ejemplo, reconociendo que el deseo innato por imitación va aparejado al prestigio, o sea, a elegir las personas que es mejor imitar.
A partir de estadísticas (y el libro incluye muchas) comprueba el aumento de la depresión grave, de los suicidios y de la ansiedad en la generación Z y en las posteriores, y cómo estas enfermedades mentales afectan al cerebro y al cuerpo de múltiples maneras. Hoy un joven, y peculiarmente un adolescente, tiende a estar más preocupado por una “muerte social” que por la muerte física.
El problema ha sido gradual porque evidentemente con la creación del teléfono inteligente no fue inmediato. En 2013, el 77 por ciento de los adolescentes tenía un celular, pero sólo el 23 por ciento tenía un smartphone. Sólo tres años después, en 2016, el 79 por ciento de los adolescentes ya tenía un smartphone y el 28 por ciento de los niños entre 8 y 12 también.
Lo que pasó inicialmente es que entre 2010 y 2015 con la popularización de la banda ancha en internet, la vida social se empezó a trasladar a la red y así, actividades como jugar videojuegos en línea, la convivencia entre amigos y las redes sociales empezaron a cambiar los patrones de comportamiento.
Seguramente al leer esta reseña podrá surgir la duda sobre el posible aislamiento de un niño si todos sus compañeros tienen redes sociales y acceso a internet, o la preocupación de que la falta de tecnología podría llevar a tener menos herramientas digitales de quienes tienen acceso desde niños y son cuestiones válidas. Sin embargo, el texto es sumamente profesional, son más 1000 páginas y se abordan todas estas cuestiones, y si no se toman las medidas de manera conjunta, tanto por padres como por instituciones, no se podrá alcanzar el éxito.
Julio Castillo López es Presidente de la Fundación Rafael Preciado Hernández.
X: @JulioCastilloL