El momento de la solidaridad
Octubre 2020
Javier Brown César
La humanidad se encuentra hoy en una encrucijada vital, ante la que puede optar por el camino seguido en décadas recientes o apostar en el futuro por un giro trascendental en la forma como nos relacionamos y convivimos. Las grandes desigualdades planetarias, la abundancia de sectores invisibles e invisibilizados, la segregación y el envío a los márgenes de las personas y el discurso de los supremacistas raciales nos alertan sobre una situación inadmisible, que pone en riesgo la viabilidad de la especie humana sobre la tierra.
Nos encontramos ante cada vez menos alternativas, ante un cada vez mayor agotamiento de recursos y ante una humanidad cada vez más desgarrada y dividida por fracturas y muros inadmisibles. El gran filósofo personalista Carlos Díaz acusó esta situación con gran fuerza expresiva: “Hay ministros que venden su país, diputados que venden su conciencia, electores que venden sus votos… jueces venales que venden las absoluciones y las condenas… Hay maridos que venden a sus mujeres. Madres que venden a sus hijas. En esta moderna Babilonia, la mitad del mundo vende a la otra mitad”.
La férrea lógica de la globalización nos arroja a un mundo cada vez más dividido en bloques que buscan la hegemonía comercial sin escrúpulos, sin parar en el dolor humano que cada día se expresa en inconformidad e ira ante los poderosos. Los sistemas arrojan a las personas al entorno cual máquinas triviales, las estadísticas tratan a los individuos como residuos o tendencias, la dinámica económica reduce a la persona a consumidor y los imperativos del poder político nos limitan al rol de electores.
Durante el siglo XX el Estado nacional se ofreció como el gran reducto de inclusión para el desarrollo pleno de las personas con sus ofertas de seguridad garantizada, salud y educación pública de calidad, y servicios públicos accesibles para todas las personas. La crisis fiscal de los años setenta y ochenta obligó a un repliegue del Estado y transfirió los riesgos y los costos a las personas, que se sintieron víctimas de un gran fraude.
Hoy el Estado se nos presenta como un ente anónimo e impersonal, como un gran monstruo similar al Leviatán de Hobbes, que ostenta poderes hegemónicos a la vez que manifiesta evidentes impotencias sociales: no es capaz de enfrentar la creciente pobreza, la rampante inseguridad y el descontento en aumento de poblaciones excluidas de bienes públicos esenciales.
Las asimetrías entre los pocos que tienen mucho y los muchos que carecen de lo esencial se hacen cada vez más evidentes, mientras que el anonimato de las instituciones no ofrece un rostro solidario y empático ante el creciente dolor humano que se apodera de cada vez más personas y grupos humanos.
Las personas, sus familias y sus seres queridos ven con pasmo cómo la férrea dinámica de medios de difusión y grandes corporativos orientados a clientelas y ganancias relegan de la agenda a realidades inocultables que nos laceran e indignan, como la escalada de violencia y la persistencia de la pobreza. El afán de lucro desmedido que infecta a empresas y gobiernos convierte a las personas en sujetos prescindibles y sacrificables en aras del progreso ilimitado, reduciéndolas a la ira y al miedo.
La dignidad humana parece ser hoy un lastre para quienes pretenden reducir a la persona a sus más elementales resortes, a instintos básicos de supervivencia y agresión, que dejan de lado el sentido profundo de la convivencia humana y la forma como las comunidades y las personas se enriquecen y se fortalecen mutuamente. La virtualidad que da la falsa imagen de cercanía genera un aislamiento que a la postre se vuelve insoportable, transformando la solidaridad en solitariedad.
Ante esta dinámica aparentemente inflexible se alza la voz del Papa Francisco quien en su Encíclica Fratelli Tutti enaltece como pocas veces la radical trascendencia de la solidaridad, como principio de la sociedad que nos aleja del vacío y la nada existenciales: “Si no logramos recuperar la pasión compartida por una comunidad de pertenencia y de solidaridad, a la cual destinar tiempo, esfuerzo y bienes, la ilusión global que nos engaña se caerá ruinosamente y dejará a muchos a merced de la náusea y el vacío”.
Ningún intento de curar nuestra mala conciencia será suficiente ante la pobreza y la desigualdad crecientes. Eso sí, al crear grandes cartas de derechos, creemos que los problemas que el Estado ya no puede atender quedarán automáticamente resueltos. Además, ante la impotencia de la institución estatal surge un nuevo paradigma de gobernanza que se ofrece como la alternativa técnica a un mundo cada vez más dolido, alternativa aséptica y distante mientras no tome en cuenta, con seriedad y urgencia, la realidad de la escalada de dolor que hoy pone en evidencia a un mundo dramáticamente enfermo.
En perspectiva, cualquier conceptualización sofisticada o el otorgamiento de más derechos difusos pretende mantener una lógica social basada en la expoliación y el engaño: ningún intento de curar nuestra mala conciencia es suficiente ante la pobreza y la desigualdad crecientes. Tratamos de minimizar nuestras culpas con eufemismos vanos, leyes inaplicables y traduciendo necesidades en derechos. Eso sí, al otorgar derechos creemos que los problemas que el Estado ya no puede atender quedarán automáticamente resueltos por decreto.
La realidad del dolor humano cuya presencia es cada vez más unánime urge a una revolución pacífica, a un cambio de conciencias para alumbrar una nueva mentalidad que apueste por un cambio decidido de estructuras. Ante la indignación creciente, ya no son suficientes decisiones tibias o promesas de paraísos futuros, se debe actuar con sentido de urgencia porque ante el dolor que se puede y debe evitar, es necesaria una respuesta enérgica. Como afirma el Papa Francisco: “No es una opción posible vivir indiferentes ante el dolor, no podemos dejar que nadie quede “a un costado de la vida”. Esto nos debe indignar, hasta hacernos bajar de nuestra serenidad para alterarnos por el sufrimiento humano. Eso es dignidad”.
Twitter: @JavierBrownC