Aristóteles y el alba de la ciudadanía
Marzo 2024
Javier Brown César
El Ática no sólo fue cuna de la democracia ateniense, también lo fue de una idea revolucionaria con amplias repercusiones históricas: la ciudadanía. Fue Aristóteles de Estagira el primer filósofo que desarrolló una teoría de la ciudadanía, cuyas repercusiones se dejan sentir hasta el día de hoy.
La idea de ciudadanía es contemporánea de la llegada de la democracia a la polis ateniense, en el siglo VI a. C., gracias a las reformas de Solón y Clístenes. Ambos fueron importantes legisladores y reformadores, que dieron luz a una realidad política inédita. A decir de Aristóteles, Clístenes dividió al pueblo en diez tribus en lugar de cuatro, para que se mezclaran y “para que participase mayor número en el gobierno”; formó el Consejo con quinientos miembros en lugar de cuatrocientos, cincuenta por cada tribu; y dividió al país en demos en lugar de las viejas naucrarías, constituyendo treinta partes e hizo ciudadanos de cada demo a quienes los habitaban.
Estas reformas tendían a impedir la concentración de la riqueza y el poder, buscaban ampliar los mecanismos de representación política y consolidaban un sistema de organización base de la democracia: los demos. Ya es un lugar común hablar de la democracia como gobierno del pueblo, a lo menos desde el célebre discurso de Abraham Lincoln en Gettysburg, del 19 de noviembre de 1863: “this nation, under God, shall have a new birth of freedom – and that government of the people, by the people, for the people, shall not perish from the earth” [esta nación, bajo Dios, tendrá un renacimiento de la libertad -y el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no perecerá en la Tierra].
La idea de pueblo aparecería fijada políticamente hasta los tiempos de la Revolución Francesa. En Chaumette, amigo de Fouché, encontramos la siguiente frase: “El pueblo ha dicho basta de sacerdotes, basta de otros dioses que no sean los de la naturaleza”. Para Marco Tulio Cicerón la idea aislada de pueblo hubiera resultado exótica, ya que él sostenía que para que una realidad similar existiera, debería existir una multitud asociada por un mismo derecho, que sirve a todos por igual.
Para los atenienses de la era de oro de la democracia, la idea contemporánea de pueblo era extraña. Ellos definían al ciudadano como polites, a quienes vivían como ciudadanos les llamaban politeio y a quienes no participaban en la vida pública, a pesar de tener el derecho de ciudadanía, les llamaban ideotés. Sin duda la democracia ateniense tuvo notables fallos: fracasó por culpa del predominio de personas que hacían pleito todo el tiempo para obtener lucro (los llamados sicofantas), se vio mermada por un brutal déficit de participación que obligó a pagar un estipendio llamado trióbolo y al final se hundió por culpa de demagogos como Alcibíades.
Pero la limitación principal de la ciudadanía en Atenas es que era limitada: sólo varones, hijos de atenienses (y en los tiempos de Pericles tanto de madre como de padre), libres (no metecos) y hablantes de griego. Esta limitación histórica habla acerca de un fallo visible de una democracia con aspiraciones de plena representatividad, que incluso se siguió dando en el siglo XX después del nacimiento de las nuevas democracias, con la limitación del sufragio a minorías raciales y a mujeres.
Más allá de los fallos de la democracia ateniense y de su muy corta duración, el nacimiento de la idea de ciudadanía fue una revolución política mayúscula. En los tiempos del esplendor de Atenas y de las polis griegas el gran imperio amenazante era Persia. En este imperio, el rey podía disponer libremente de la vida de las personas, no había ciudadanía ni derechos ciudadanos y tampoco sistemas electorales como los desarrollados en Atenas. El rey podía disponer libremente de la vida de sus súbditos quienes vivían en la permanente humillación, incluyendo, desde luego, a los administradores del reino llamados Sátrapas, quienes tenían a su cargo las Satrapías (demarcaciones territoriales).
Platón no fue capaz de desarrollar una teoría de la ciudadanía en sus diálogos. Ejemplo eminente de este fallo es la Politeia (anacrónicamente llamado República) que dividía a la polis en tres clases sociales: artesanos, guerreros y reyes filósofos. Estas clases eran relativamente estáticas, por lo que en el proyecto platónico no había movilidad social y el puesto de monarca estaba reservado a los maestros de la dialéctica. Esta inamovilidad entre clases llevó a Karl Popper a tachar a Platón de enemigo de la sociedad abierta.
Aristóteles, el gran discípulo de Platón, elaboró la primera gran y revolucionaria teoría de la ciudadanía. El Estagirita sostenía que toda ciudad (polis) es una cierta multitud de ciudadanos. La condición de ciudadano no se daba por habitar en un lugar determinado ni por tener ciertos derechos, sino ante todo, por participar en las funciones judiciales y en el gobierno. Hay que destacar, desde luego, que en tiempos del Siglo de Oro de Pericles, no había en Atenas más de 40 mil ciudadanos, de una población cercana al cuarto de millón. También hay que señalar que cualquier ciudadano podía gobernar, ya que las magistraturas se asignaban por sorteo utilizando un dispositivo llamado Kleroterion.
Pero la idea más revolucionaria de Aristóteles, además de la noción de ciudadanía, fue el postulado de que ante la existencia de diferentes regímenes políticos era necesario que existiera varias clases de ciudadanos y especialmente de ciudadanos gobernados. Por ello, decía El Filósofo, quien es ciudadano en una democracia, muchas veces no lo es en una oligarquía. De ahí que la virtud del ciudadano está forzosamente en relación con el régimen. Esta teoría es el fundamento para los estudios desarrollados en el siglo XX con base en la categoría de cultura cívica.
El primer gran estudio de cultura cívica que conocemos fue publicado en la década de los sesenta por Gabriel Almond y Sidney Verba. El estudio se basaba en datos duros de cinco naciones: Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Italia y México. El estudio se desarrolló con base en tres categorías: cultura parroquial, propia de culturas tribales sin especialización de roles y bajas expectativas de cambio político; súbdito, propia de gobiernos autoritarios en los que se da una relación pasiva hacia el poder; y participantes, que se da en regímenes en los que la ciudadanía moldea al propio régimen. Almond y Verba concluyeron que en México predominaba la cultura de súbdito. Este triste diagnóstico se repite hoy día, en pleno siglo XXI.