El poder del sufragio

Abril 2021

Javier Brown César

La Nación

El sufragio es el acto más perfecto y sublime en todo sistema democrático. Todo el vasto y complejo entramado de instituciones diseñadas para evitar la concentración del poder, garantizar equilibrios y contrapesos, y ampliar las libertades humanas tienen en el sufragio su suprema culminación.

El acto de votar es la expresión soberana de la capacidad humana para discernir con claridad entre diversas alternativas políticas y optar por aquella que corresponda, de la mejor manera posible, a los anhelos y esperanzas personales: en el voto concurren la inteligencia y la voluntad a partir de un supremo acto de libertad y valor.

La renuncia al poder de decidir es la ruina de todo sistema democrático. El hecho de no votar o de hacerlo bajo coacciones y limitaciones significa el desprecio a la libertad de decidir por quienes tendrán en sus manos el futuro de la comunidad. Al no votar, se declina ejercer el poder individual y se le delega en otros, quienes decidirán en consecuencia.

El voto tiene una expresión material, que se plasma en la indicación de la opción política preferida, pero su naturaleza y origen son espirituales: nace de lo más íntimo y sagrado de la persona humana y de ahí su carácter eminente y sublime. Renunciar a ejercer el voto es negar la naturaleza humana en lo que tiene de más perfecto y elevado: la facultad de discurrir, el poder de obrar y la capacidad inusitada para amar.

San Agustín, el gran filósofo de la interioridad, en una de sus obras cumbre en materia teológica concluye que en el alma humana se encuentra la imagen de la Trinidad: “Notamos ya en la presencia de la mente en la memoria la inteligencia y en la voluntad”.

La memoria, a decir de Francis Bacon, es la base de la ciencia histórica y es el gran tesoro de las instituciones democráticas: archivos, bibliotecas, museos, casas de cultura, edificios públicos, expresan la vida en libertad, garantizan el cuidado de lo acontecido y la preservación de los saberes para las generaciones futuras: las tiranías destruyen o pervierten la memoria colectiva de los pueblos; las democracias buscan conservar tradiciones como base para el futuro.

En la memoria se asientan los pueblos, sus narraciones, la experiencia de decisiones previas y el asiento firme de las expectativas. De ahí que los científicos especializados en política hayan valorado el modelo del voto retrospectivo como uno de los más potentes para predecir los resultados electorales: las personas votan con base en sus experiencias pasadas y en sus expectativas, siempre y cuando lo hagan con libertad.

Pervertir, manipular y alterar la historia es una forma común de engaño, que nubla las inteligencias. Al pretender cambiar el pasado, estrategia común de los autoritarismos de viejo cuño, se pretende definir el presente y determinar el futuro de poblaciones enteras. De ahí que los tiranos destruyan todo aquello que resguarda o representa memoria. El obrar de esta manera es tarea de, quienes sin escrúpulos y con crueldad, pretenden ser los instauradores de un nuevo orden o, al menos, tratan de que sea imposible el surgimiento de algo nuevo y esperanzador; ya Atila, el Huno, lo había dicho con lacónica claridad: “Yo son el martillo del mundo… donde mi caballo pisa no crece la hierba”.

Las campañas electorales son ejercicios en los que prevalece la retórica, en el mejor sentido de la palabra. Son actos de promoción de partidos y autoridades en los que las propuestas y argumentos son el centro de los actos de campaña. En un auténtico ejercicio de diálogo e inteligencia, candidatas y candidatos buscan que los electores se convenzan de que su proyecto político es mejor que el del rival. Este arte erístico, de disputa con otras alternativas políticas, es el eje de la batalla política que se expresa usualmente como polémica.

Las propuestas apelan a la inteligencia de quienes habrán de votar el día decisivo. La veda electoral, ese periodo en el que se silencian todas las voces, es el momento privilegiado en que las y los electores se ven solos, ante la voz de su conciencia y ante el dilema de por quiénes optar para definir el futuro de sus familias.

La libertad de decidir es sagrada en las democracias: un detallado y bien pensado mecanismo se activa el día de las elecciones para evitar, en la medida de lo posible, la coacción, la violencia y la manipulación. A pesar de todos los escrúpulos, hay personas que renuncian al acto de la inteligencia y con ello al sufragio como un momento de espiritualidad y someten sus decisiones al designio de su estómago o de su hígado, antiguas sedes de las pasiones en los griegos.

Votar con pasión es siempre deseable cuando ésta es moderada por la razón, pero se convierte en un acto ciego, cuando a la pasión se unen el odio, el resentimiento y la envidia. Por ello, los filósofos han predicado, además de la sana moderación, el sujetar a las pasiones a la razón, por lo menos desde el mito platónico de los dos corceles que guían al ser humano narrado en el diálogo Fedro: un caballo bueno que representa al coraje y un caballo malo que representa al apetito, ambos moderados por la razón.

El momento de la deliberación sobre el sentido del sufragio es prácticamente sagrado: la persona se ve recluida en el interior de su conciencia, para optar por aquella opción que considera representa el futuro deseable para él y los suyos. Este momento de sacralidad se desvanece en el aire cuando el voto no es razonado ni ponderado.

El día de la elección se consuma el proceso con el acto supremo de la voluntad: la marca que se deja en las boletas y que expresa el deseo de cada persona de ser representado por las personas que señala. Este acto de amor, que entrega la voluntad propia a otra persona es la culminación de la democracia. El dilema mayor para las y los electores es encontrar, en cada elección, alguien que sea como su espejo, en el que se vean reflejados y reconocidos; el reto para candidatas y candidatos es reflejar los anhelos y aspiraciones de las personas, para obtener la confianza que los llevará a cargos de autoridad.

El poder del sufragio está basado en un conjunto de decisiones personales, libres y soberanas que idealmente definen una elección. Pero este alto ideal choca constantemente con la realidad de quienes buscan manipular electores y comprar conciencias. La defensa de la democracia no es sólo de las libertades, es también de la dignidad humana expresada en el esporádico, pero vital y soberano ejercicio de sufragar.

 

Twitter: @JavierBrownC

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