La Rumba, un maravilloso retrato crudo y cruel de un México prerrevolucionario

Mayo 2024

Andrés Castro Cid

La Nación

La Rumba, de Ángel de Campo, es una novela que retrata un momento crudo de desigualdad de nuestro país. El talentoso novelista mexicano nos ofrece una obra literaria que tiene lugar en un poblado que, como muchos que existían en aquel México de 1890, sufría de gran pobreza, marginación y de un acentuado modo de vida con usos y costumbres en una sociedad por demás inequitativa.

El autor, Ángel de Campo Valle, fue un importante referente de la literatura latinoamericana, sus biógrafos lo catalogan como alumno avezado de Ignacio Manuel Altamirano y tras leer sus cuentos queda muy visible esa característica de retratar de manera clara esos claroscuros de las esferas sociales de la vida pública mexicana de esa época.

La Rumba inicia con una poderosa descripción que el lector puede percibir, palpar e incluso oler. “La Rumba, inmensa plazuela que se extendía a su frente y en la cual desembocaba un dédalo de oscuras callejuelas”.

Los hombres, relata Ángel de Campo, eran de rostros patibularios, amarillentos, de mirar siniestro, ensabanados, con cara de convalecientes del hígado, silbando en la esquina, charlando todos con el gendarme que, empolvado y sudoroso, caldeado por un sol fundente, se refugiaba en la fresca pulquería, cuya húmeda atmósfera arrojaba a la acera encandecida un hálito refrigerante”.

En esas primeras páginas, el destacado novelista mexicano mueve hasta el estómago con ese fascinante talento descriptivo: “Los perros se encarnizaban en los montones de basura; uno que otro pordiosero los espantaba para buscar hilachos al remover los montones y los fondos de botellas, insensibles al olor de la inmundicia calcinada y de los gatos muertos, achicharrados por el sol”.

En esta obra, quien también fue periodista, destaca la forma despectiva de tratar a sus personajes, pareciera muy cruel el retrato de la marginación en los habitantes de ese pueblo, describe a la gente como gente desarrapada, sin zapatos; niños de dos años de paso no firme, con ropón y sin calzones, y los menores, barrigones, de piernas flacas, hirsutas greñas y completamente desnudos. Las muchachas cargaban a los recién nacidos envolviéndolos en harapientos rebozos.

Y de esta rudeza narrativa no se salva Remedios, su personaje principal femenino, pues la describe como una muchacha seria, una rapazuela que no jugaba ni al pan y queso, ni al San Miguelito ni a las visitas; ella es de un rostro afilado y modales broncos; era la hija de un matrimonio tradicional: don Cosme Vena y esposa.

Micrós, pseudónimo con el que ocasionalmente escribía Ángel de Campo, describe a Remedios como una mujer de aspecto varonil; rasgaban casi su estrecho vestido las formas precozmente desarrolladas, con enérgicas curvas. Era muy niña, pero en sus ojos de dulzura infantil cruzaban a veces esos relámpagos elocuentes, esas miradas de mujer que en nada se parecen al candor. Acentuaba en su cara el relieve de sus labios de sonrisa impúdica, acorde con la nariz picarescamente arremangada y el andar atrevido que, sin duda, la hacia las más bonita del barrio.

Página tras página, el talentoso escritor y periodista muestra a Remedios como una mujer con aspiraciones, pero sin la claridad de cómo salir de ese modo de vida a la cual estaba condenada; ella, una joven con formas que destacaban en aquel pueblo de miseria, en donde los hombres volvían el rostro cuando pasaba, y es en esta parte donde se descubre el leitmotiv de la novela. Tras ese alboroto que generaba en ese pueblo ella solía pensar: “Yo no he de ser como las rotas…”.

Con la aparición de Remedios inicia una historia llena de discriminación, con una mujer que desea salir de ese ambiente conformista, destacadamente machista, y que al pasar de los días una serie de presiones atormentaban su vida, un padre ebrio, la madre colérica, los hermanos sucios, imbéciles e incapaces, la conducían a un aparente callejón sin salida, ¿qué podía esperar de aquella herrería en la que inició trabajando?, ¿a dónde podría ir después de la casa de modas donde pudo conseguir un mejor empleo?, ¿y era verdad que Cornichón sería el mejor pretendiente que podía esperar en ese sucio pueblo?

Lo que sí tenía claro Remedios es que odiaba aquella enorme plazuela, porque moriría de tristeza en aquella herrería de su papá, la mataba su calor sofocante, la asfixiaba el polvillo de carbón que todo lo ennegrecía hasta el carácter; no podía ni respirar en aquel cuarto maloliente y estrecho. No, no había nacido para vivir encorvada sobre la costura, recibiendo un miserable sueldo.

En este punto aparece ese pretendiente, Napoleón Cornichón, un joven de La Rumba, quien le promete una vida de ensueño en la ciudad capital, ella acepta sin pensarlo, marchándose con este hombre, decisión que desata un gran escándalo en el poblado, además que la situación se le complica a Remedios, lo que desata una serie de acciones y reacciones, producto de la desesperación, desesperanza y maltratos, además de la inseguridad y celos por parte de Cornichón.

La forma en que Ángel de Campo termina con La Rumba es quizá, con un juicio por parte del lector sobre las decisiones de Remedios, producto de las aspiraciones, ignorancia, de un ambiente de nulas oportunidades de desarrollo, un pueblo patriarcal y excesivamente tradicional, un merecido desenlace de Remedios, quien sólo quería aprender física y aritmética en una sociedad que aseguraba: “eso de nada les sirven a las mujeres, cuyo porvenir está encerrado en el hogar”.

La nación