Joker: la trascendencia de un bufón
Octubre 2019
Maribel Salinas
El Joker de Joaquin Phoenix llegó para revolucionar el inconsciente colectivo y mostrarnos cómo la sociedad es un caldo de cultivo para la creación de sus propios monstruos, a veces incomprendidos, más nunca justificables. Cuando el egoísmo impera y el sistema de salud es paupérrimo –todo menos antropocéntrico– se acentúa la crisis social y personal de Arthur Fleck.
Está al borde del colapso emocional, físico, psicológico. Es una psique vulnerable alimentada por la apatía, indiferencia y abuso de quienes están a su alrededor. Niños lo bullean, sus compañeros de trabajo sacan ventaja de su “inocencia” y hasta su madre le guarda funestos secretos. La violencia escala paulatinamente dentro y fuera de él hasta que descubre satisfacción en la venganza, el dolor y la muerte ajenos.
Lo interesante de Joker es que desarrolla todos estos elementos a partir de un villano extraído del mundo de los cómics de superhéroes y lo inserta en un contexto realista que se amalgama con los problemas que enfrentamos hoy en día como sociedad (tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo). Joker es un símbolo y, al presentarlo como personaje protagónico, se toma todo su bagaje de abuso, inestabilidad mental y caos para profundizar el discurso, una técnica de intertextualidad recurrente en la literatura y el campo audiovisual.
Joker está en ciudad Gótica, pero esa no es la ciudad Gótica que conocemos. Bien podría ser el Estados Unidos de Trump o el México de AMLO, ambos reinos enardecidos con discursos sociales divididos, polarizantes, reacios de la otredad, y en donde el encono entre ricos y pobres es el combustible que alimenta a Fleck hasta llevarlo a la locura.
El director Todd Phillips poco a poco mezcla estos aspectos oscuros y realistas con un personaje de ficción, producto del odio y el escarnio social, para criticar lo que nos estamos haciendo unos a otros. Para desnudar la agresividad, el odio propio y ajeno, el egoísmo, el resentimiento, pero en masa y a nivel colectivo.
A partir de una actuación magistral, intimista y un estudio de personaje, Todd Philips y Joaquin Phoenix tratan de explicar fenómenos tan complejos como el incremento de homicidios, la psicopatía y los crímenes con arma de fuego en su versión más cruda: los tiroteos. De ahí que Joker se haya atrevido a ir a donde ninguna película de personajes basados en cómics ha ido antes –ni siquiera las de Nolan–, pues pone bajo un lente humano a las versiones del papel y el cine, y desmitifica a figuras antes presentadas cuasi como santos (como es el caso de Thomas Wayne).
Lo que ha hecho polémica a la cinta es que hacia el final pareciera validar el show macabro de Joker al hacer de la violencia y sus tácticas un espectáculo. Al tratarlo como el redentor simbólico de un sector social hasta el momento olvidado y sin voz ni voto, ni ningún tipo de injerencia en la manera en que se mueve el mundo o se conduce ciudad Gótica. Y, de nuevo, si eso se lee bajo los esquemas de las administraciones trumpistas y pejistas, se vuelve aún más escalofriante.