Gobierno sin ley

Agosto 2022

Humberto Aguilar Coronado

La Nación

Una de las más graves debilidades del Estado mexicano a lo largo de la historia ha sido nuestro enorme déficit en la efectividad del Estado de Derecho.

En todos los ámbitos de la vida pública, en la empresa, en el trabajo, en la convivencia social, en el traslado de personas y mercancías, en la construcción, en el establecimiento de pequeños negocios, en la participación en las compras gubernamentales, en el ejercicio de los presupuestos públicos, en los mecanismos para acceder a los cargos públicos o de representación política, y en un larguísimo etcétera, en México las leyes han sido puestas de lado, saltadas o simplemente ignoradas cuando se trata de alcanzar beneficios u objetivos de interés de determinadas personas.

En ese México, débil desde el punto de vista de sus instituciones jurídicas, los ganadores del sistema han sido siempre los grupos sociales más favorecidos. Para obtener un contrato multimillonario en una paraestatal o en el sector salud, el camino más sencillo es haber coincidido en una institución educativa de primer nivel con el director general de alguna de esas instituciones, o ser vecino del señor secretario o amigo de la infancia del presidente.

Para recibir una beca destinada a clases populares o cualquier apoyo social, el camino más fácil pasaba, regularmente, por rendir pleitesía al líder de colonia o de barrio, independientemente de que se reunieran o no los requisitos que la ley exige para tener derecho a esos beneficios.

Así, en la tradición mexicana, la ley ha sido un obstáculo que debe ser vencido. Y siempre, en todos los casos, el más hábil para vencer el obstáculo adquiría un halo de validación social que hacía que los demás quisieran imitarlo.

Así las cosas, con profunda vergüenza debemos reconocer que uno de los aspectos más visibles del carácter mexicano es la habilidad para saltar la ley y conseguir los objetivos egoístas y personales de cada quien.

Es justo reconocer que, a lo largo de los años, la sociedad mexicana, poco a poco, empezó a rechazar el sistema ilegal prevaleciente en México. El dolor causado por la delincuencia, la rabia derivada de la corrupción, la injusta distribución de la riqueza sustentada en el “capitalismo de cuates”, y el cinismo aberrante de las clases gobernantes, provocaron una reacción poderosa en sentido contrario.

Esa reacción trajo un movimiento social impresionante en favor de una agenda de transformación de las instituciones jurídicas nacionales que elevaron a rango constitucional las aspiraciones centrales del régimen político mexicano para erradicar esa connivencia con la ilegalidad.

Así vimos nacer las reformas electorales que colocaron la legitimidad del resultado como eje rector del sistema, reduciendo la posibilidad de utilizar las herramientas del “mapachismo” que caracterizaban nuestros procesos electorales.

Así, vimos nacer, a nivel constitucional, un nuevo paradigma en materia de derechos humamos, sobre el que se establecieron los nuevos sistemas de procuración y administración de justicia.

Fuimos testigos del nacimiento de un sistema de transparencia y acceso a la información que, en poco tiempo, permitió que se estableciera un Sistema Nacional Anticorrupción.

Hasta el 2018, a nivel institucional, México estaba en la ruta de la implementación de un Estado de Derecho pleno, que resultara verdaderamente efectivo para garantizar a todos paz, seguridad y justicia, y que fomentara mejores condiciones de vida para todos gracias al detonante económico que significa vivir en un país confiable y en el que se respetan las reglas.

López Obrador ha sido señalado muchas veces como un nostálgico del pasado. Tal vez ninguna de sus actitudes pueda ser más evidente en ese sentido que su desprecio por la ley. Es un presidente (como ningún otro a lo largo de los últimos 70 años) dispuesto a torcer la ley, a saltarse la ley y a violar la ley con tal de conseguir sus objetivos.

En ese sentido, no se distingue en nada del contratista de PEMEX dispuesto a dar un soborno, del agente de tránsito dispuesto a recibir una mordida, del responsable de becas educativas que beneficia a sus parientes sin derechos, del juez que resuelve un litigio en favor del poderoso o del que deja libre a un peligroso delincuente a pesar de las pruebas y evidencias, del viejo mexicano dispuesto a pasarse la ley por el arco del triunfo con tal de alcanzar el propio.

En los últimos días, López Obrador ha dado el definitivo salto al vacío en el respeto a la ley. El tema de la Guardia Nacional es extremadamente relevante porque, a diferencia del tema eléctrico en el que no logró la reforma constitucional que necesitaba, en relación a la Guardia Nacional el presidente obtuvo la reforma constitucional que le solicitó al Constituyente Permanente.

Después de un intenso debate en las Cámaras del Congreso de la Unión se alcanzó un acuerdo en virtud del cual, gracias a un Transitorio, el Ejecutivo podía hacer uso de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública por un periodo de cinco años, para tener el tiempo necesario para alcanzar la consolidación del nuevo cuerpo de seguridad.

El presidente y su partido celebraron por todo lo alto el gran éxito político del nacimiento de la nueva fuerza, pero, en lugar de cumplir con la ley y dedicarse a consolidar la policía civil que debe ser la Guardia Nacional, han empleado el tiempo de su gestión para militarizarla al grado de que hoy se presenta la nueva maniobra presidencial como un reconocimiento de derecho de lo que ya ocurre en los hechos.

Así, López Obrador anuncia que violará la Constitución con plena conciencia de que la está violando. Nos informa que la viola sin pudor porque le asiste la razón y se burla de quienes lo criticamos porque la medida puede ser revertida por el Poder Judicial.

En estas condiciones, ni siquiera se viola la Constitución para lograr que la Guardia Nacional sea eficiente en el combate a la inseguridad porque, como reconoce el presidente, en los hechos nada cambiará. Esta violación es sólo porque puede. Igual que el agente de tránsito o el contratista de PEMEX.

 

Humberto Aguilar Coronado es Diputado Federal en la LXV Legislatura de la Cámara baja.

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