Ser persona: el más grande reto del milenio

Junio 2022

Javier Brown César

La Nación

La afirmación de que la persona humana tiene cuerpo material y alma espiritual es una de las más contundentes y retadoras que encontramos en la rica doctrina de Acción Nacional. Ser persona no es lo mismo que ser humano: la persona es un ser en permanente tensión hacia ideales y realidades superiores. La persona tiene como reto primario superar el automatismo maquinal y el instintivismo animal.

No somos máquinas triviales ni meros animales, llevamos a cabo actividades superiores, espirituales, que nos elevan por encima de las realidades materiales concretas. La persona está dotada de talentos y capacidades que puede desplegar hasta límites inauditos. Su capacidad de apertura es tal, que puede abrirse a todas las realidades, comprenderlas y valorarlas. En el ámbito valorativo, la persona puede trascender los meros valores materiales y los imperativos mínimos de subsistencia para elevarse a realidades como la ciencia, el arte, el deporte y la cultura.

La definición de persona es uno de los más grandes logros de la filosofía, resultado de siglos de sana especulación y de penetración en la intimidad de un ser que, a decir de los medievales, es un microcosmos que compendia el macrocosmos. Fue Boecio, un senador romano y mártir, quien vivió en el siglo V, el gran revolucionario, al definir a la persona como una sustancia individual de naturaleza racional.

Desde el punto de vista teológico, la definición de persona aportada por Boecio nos endiosa, nos diviniza, nos angeliza. También los ángeles y Dios mismo son personas. El ser humano, en tanto que realidad personal posee las facultades superiores que lo llevan a trascender el mundo que le rodea: posee la capacidad de obrar, crear y cambiar realidades; la facultad de discurrir y razonar; y la supremacía de la vida social a partir del amor.

A pesar de su superioridad espiritual, la persona puede animalizarse y puede también ser cosificada: puede ser condicionada en su actuar y tratada como objeto prescindible. Esta forma de animalizar al ser humano es propia de regímenes totalitarios y autoritarios, que hacen uso de sofisticados instrumentos de propaganda y manipulación, para obrar una auténtica capitis deminutio, una limitación de las capacidades de acción.

Gracias al lenguaje el ser humano coopera de formas innovadoras y creativas, introduce en el mundo sus definiciones y crea sus propias realidades. El lenguaje es un poder infranqueable para el resto del mundo animal, el cual es incapaz de coordinar la acción más allá de la actual generación. El lenguaje, traducido en palabra, en letra, en signo, perpetúa historias, consigna anécdotas, edifica Estados.

Gracias a sus dones y talentos, la persona construye comunidades guiadas bajo un orden de la razón orientado al bien común; nacen así las leyes, que regulan la convivencia, y la autoridad, que rige y gobierna, que administra justicia y ejerce el gobierno.

El nacimiento de la política es un logro evolutivo sinigual, una conquista superior de la capacidad de razonar y coordinar la acción colectiva. Ningún animal conocido es político: en el mundo animal, gobierna el más fuerte, el más rudo, el más violento; en el mundo animal los débiles son relegados e incluso sacrificados ante el peligro inminente. La gran antropóloga Margaret Mead consideró, con gran acierto, que el signo de la civilización es el fémur de una persona que se sanó después de haber sido fracturado. La medicina y el cuidado surgen como signos distintivos de la civilización, elevan a la persona más allá de la nuda supervivencia animal.

Desde el punto de vista teológico la política es una actividad que también desarrolla la divinidad: Dios gobierna el universo, administra la justicia cósmica, cubre todo el ámbito de la realidad con el manto de su providencia y legisla universalmente. De forma similar, la persona gobierna sobre otras personas, crea leyes que definen lo justo y lo injusto, a partir del recto ejercicio de la prudencia anticipa el futuro y crea tribunales.

El gran filósofo español, Xavier Zubiri, introdujo la crucial distinción entre personeidad, como forma de realidad, como el hecho palmario y crucial de ser persona, y la personalidad, la realidad que se va moldeando y perfeccionando a partir de sus actos. La persona es un ser en permanente tensión hacia la realización de su vocación y misión; responde a un llamado, a un mandato, que la lleva a realizar su destino y despliega así sus potencialidades y capacidades beneficiando a otros a partir de su propio perfeccionamiento.

En este milenio, la persona se encuentra de nuevo amenazada por fuerzas visibles y reales que pretenden reducirla a animal, tratarla como cosa, y administrarla como ser prescindible y reemplazable. En el fondo más íntimo de cada ser humano, debe resplandecer la idea clara y nítida de que se es imprescindible, de que si no se realiza la vocación y la misión individuales el universo entero quedará trunco, incompleto.

Desarrollarse plenamente como persona, llevar al máximo los talentos y habilidades y edificarse a uno mismo como una auténtica obra de arte, son imperativos arduos y rudos en medio de la inundación incesante de los medios masivos de difusión, de los intentos reiterados por capturar el ocio para hacerlo improductivo, y de los autoritarismos que pretenden convertir a cada individuo en engrane de una máquina anónima e impersonal, que no conoce de sueños e ilusiones, de anhelos y necesidades.

El filósofo italiano Giorgio Agamben introdujo una distinción crucial: al referirse al libro primero de la Política del inmenso Aristóteles de Estagira distinguió entre la clásica definición de animal político (zoon politikón) y la vida humana (bios). Así, aparece clara la dicotomía entre zoé y bios: sólo el ser humano es capaz de construir una biografía, en el mundo animal, a lo más, se puede hablar de zoografía o de zoología, pero no de una vida que se hace a sí misma, de una vida que es consciente de un pasado que la impulsa, de un futuro que es proyecto en construcción y de la muerte inminente que, para Heidegger, es el horizonte del pensamiento.

En esta conciencia plena de que va a morir, la persona humana puede sumergirse en la banalidad de la autotortura y la conmiseración sin límites, que limitan proyectos y horizontes, o puede desafiar la realidad innegable del no ser, tratando de cumplir con su destino temporal y eterno en el hoy, en el instante. El gran poeta cubano, Eliseo Diego, expresaba con contundencia la realidad del ser humano que desde el lecho mortuorio otea el horizonte de sus realizaciones pasadas: “Cuida que cuando regreses desde el final de tu vida, pueda mirarte a la cara el niño que fuiste un día”. Cuando la persona trasciende la existencia maquinal y animal es cuando puede decirle al niño que fue algún día que los anhelos y sueños infantiles se tradujeron y concretaron en realizaciones personales, de las cuales, la mayor, sin duda alguna, es la entrega a otros mediante el servicio a partir del ejercicio de la más alta actividad espiritual imaginable: la política.

 

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