Corrupción

Enero 2023

Javier Brown César

La Nación

La corrupción es el tema del momento en México y en varias naciones. El término “corrupción” es de tal manera esquivo y polimorfo, que su adecuada y precisa definición se nos va de las manos. Hoy se habla de corrupción para referirse a realidades diferentes, pero todas tienen en común un denominador lógico y natural.

Aristóteles fue el primer gran pensador que escribió un tratado en el que dilucidó con claridad la naturaleza de la corrupción. El Estagirita refirió la corrupción al hecho del ser y del no ser. Así, lo que se corrompe deja de ser lo que era para pasar a ser otra realidad diferente. Tal sucede con la política, que de ser una actividad noble, elevada, superior, afincada en el servicio a las personas, pasa a ser una actividad innoble, baja, inferior que implica servirse de los bienes, recursos y voluntades de otras personas. La corrupción en política es siempre una forma de mal, que puede recubrirse de múltiples disfraces y ocultar su rostro detrás de máscaras multifacéticas.

Como decía Baudelaire con respecto al mismísimo maligno: “El mayor truco del diablo es hacernos creer que no existe”. Así, la persona corrupta opera el truco de hacernos creer que no es tal, bajo argumentos de beneficio colectivo, plazos no realizables todavía, sacrificios personales, servicio al pueblo o a la patria o defensa a ultranza de un proyecto político.

En los fundadores de Acción Nacional encontramos el anhelo puro y limpio de depurar la vida pública de las lacras que la afectaban, de contar con un sistema electoral en el que se pudiera concretar la autenticidad de la representación y de tener una administración pública, profesional, pulcra, limpia y proba.

Manuel Gómez Morin escribía en 1942: la corrupción “en la vida pública representa la ilegitimidad, la falta de autenticidad en la representación política, la mentira puesta en la base de las instituciones sociales”. Notables aseveraciones si tomamos en cuenta que para muchas personas, las mentiras vertidas desde el alto púlpito del poder, no son una de las más viles y lamentables formas de corrupción. El mentir sistemático es parte de la lamentable degradación de la palabra en el espacio público y es también un componente principal en la destrucción de los procesos democráticos en los que la transparencia y la rendición de cuentas son aspectos esenciales y determinantes.

En 1942, Efraín González Luna escribía, al referirse al gobierno municipal: “hablaremos de la corrupción política de la vida municipal derivada de su explotación por las bandas monopolizadoras que con feroz exclusividad ejercen, en su propio provecho, la noble y difícil misión de gobernar”. Esta forma de corrupción, no es otra cosa que usurpación de funciones nobles, transformación lamentable de la República (la cosa que es de todos) en la cosa nostra (la cosa que es solo de un grupo). Esto sucede cuando el poder es considerado como un botín, al que bandas de bandidos, oportunistas y maleantes aspiran a saquear para satisfacer sus siempre ilimitados apetitos de poder, dinero y sexo.

También González Luna denunciaba en 1942 la forma como el cuerpo entero de la comunidad política puede corromperse cuando se corrompe la cabeza. Esto sucede, de forma vertiginosa, cuando prevalecen el apetito centralista y la concupiscencia por el poder, lo que lleva a contaminar, sin remedio, el cuerpo político entero: “Las zonas corrompidas lo fueron porque la corrupción bajó de arriba. Por desgracia, lo que debiera ser el centro vital del país, el manantial de su salud y de su fuerza, la fortaleza en que se preservarán intactas sus esencias y la clave de su destino, ha sido precisamente el punto de partida de su decadencia y de su desorden, ha sido el foco de su corrupción y de su abatimiento”.

El creador del humanismo político nos alertaba claramente sobre la tentación propia del poder. Sabemos hoy que el principal mal de quienes se dedican a la política no es la dinámica de fracasos continuos, que al final solo demuestran quién realmente tiene valor para perseverar; sino la conquista fácil y rápida del poder, lo que puede destruir, no sólo una carrera sino a toda una nación. “El poder es no sólo la más refinada y seductora concupiscencia en sí mismo, sino la puerta de muchas otras, de las que en escala descendente más y más van alejando al hombre del espíritu y hundiéndolo en la animalidad. En su propia trayectoria fatal encuentra el peor de los orgullos su castigo. Pero es tan irresistible la atracción del poder que los decididos al encubrimiento político no cejan en el asalto universal de las posiciones del Estado y por desgracia triunfa y manda con aterradora frecuencia”.

Y continuando con Efraín González Luna, hay que citar un importante texto que en 1940 pone el dedo en la llaga acerca de la forma como la corrupción política puede acompañarse de la corrupción generalizada de la vida social: “hay evoluciones por descomposición general en que la corrupción política es concomitante de la corrupción de todos los demás órdenes de la vida social. Entonces no se puede esperar la salud de un tratamiento específicamente dirigido a los órganos y funciones estrictamente políticos, ni se justifica la confianza en una movilización defensiva de recursos vitales que ya no existen o que están igualmente carcomidos y debilitados por el mal. Entonces hay que realizar un sobrehumano esfuerzo terapéutico sobre cada órgano, cada función, cada unidad integrante de la nación enferma”.

Ante esta enfermedad generalizada, Gómez Morin proponía, en 1946: “Los enemigos internos de México, a pesar de tener en sus manos todos los resortes inmediatos de la vida social, económica y política del país, nada son si la ciudadanía tiene una oportunidad de mostrar su voluntad genuina, insobornable. No han logrado obtener, ni por los caminos de la fuerza, ni por los de la corrupción, el menor apoyo”.

A los atenienses del alba de la democracia debemos la institución de la rendición de cuentas: tanto los estrategos como los jefes de caballería debían rendir cuentas una vez dejados sus cargos respectivos. En caso de no hacerlo, eran sujetos de un proceso llamado juicio de atimía, por el que no sólo perdían sus derechos de ciudadanía, sino que sus propiedades pasaban a manos de la ciudad. La atimía era una de las más estrictas penas contra la corrupción.

Hoy día, en medio de escándalos reiterados de corrupción, además de medidas preventivas como la profesionalización de las y los servidores públicos y la ética pública, se podrían establecer penas de muerte civil. Pero nada podrá lograrse mientras no sea la propia ciudadanía, la que, en palabras de Gómez Morin, tenga la “oportunidad de mostrar su voluntad genuina, insobornable”. Al final de cuentas, es la ciudadanía la principal aliada que tenemos para poner fin a la rampante corrupción de nuestra vida pública.

 

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