Bien común y virtudes cardinales

Abril 2022

Javier Brown César

La Nación

Desde que la ética se recluyó a la esfera íntima de la familia y a la vida en el hogar, la política quedó desprovista de su fundamento moral indudable: la clara orientación al bien común como ideal rector y principio ordenador de toda actividad pública.

La política sin ética se convierte en una actividad propia de pillos y oportunistas; la política sin el recto ejercicio de las virtudes deviene el estéril ejercicio de un poder aséptico e indiferente. Ya lo decía con claridad meridiana Miguel Estrada Iturbide: “toda la actividad humana propiamente tal, es decir, aquella actividad en que el hombre ejercite su voluntad libre iluminada por la razón, es sujeto del orden moral. No hay, pues, acto propiamente humano, actividad voluntaria y consciente que pueda sustraerse al orden moral”.

Desde Aristóteles se consagró la clásica distinción de las virtudes morales o cardinales, que fungen como el gozne de la rica vida ética personal y social: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. El bien común es el resultado último de la actividad política humana, el ideal supremo de un gobierno que genera bienes y servicios públicos de calidad para todas las personas. La realización concreta del bien común demanda el respeto y reconocimiento de la dignidad de la persona humana, la plenitud de la solidaridad como rostro social del amor y el ejercicio cotidiano de la solidaridad entre desiguales que es la subsidiariedad.

Además, no es posible realizar el bien común si quienes se dedican a la política no practican cotidianamente las virtudes cardinales. De entre las virtudes morales, la prudencia es indispensable para la construcción de un orden político generoso. La prudencia es la recta deliberación sobre los medios conducentes para el logro de un fin noble, es la virtud que obliga a hacer bien el bien, porque como decía Manuel Gómez Morin: “es peor el bien mal realizado que el mal mismo. Lo primer destruye la posibilidad del bien y mata la esperanza”.

La prudencia política es la virtud gubernativa por excelencia, ya que se ordena al bien común. Para ser prudente se requiere pedir consejo para indagar acerca de los posibles medios de acción, juzgar el resultado de la indagación y dominar los medios de acción. La persona prudente ama y quiere el bien y, por ende, siempre busca el consejo para tomar decisiones sobre los medios más eficaces para el logro de objetivos valiosos.

La justicia, que es la virtud en la que resplandece la presencia de la otra persona es, de acuerdo a la consagrada definición de Ulpiano “constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuens” (la voluntad constante y perpetua de darle a cada quien lo que le corresponde según su derecho). La complejidad de la justicia radica en que es una virtud social con múltiples aristas.

En su orientación al bien común, la justicia debe realizarse en tres esferas: la de las transacciones justas entre personas, la de la justa distribución de los bienes y la obediencia a las leyes. Estos tres aspectos de la justicia obran coordinadamente para la realización del bien común: no puede haber bien común donde hay engaño, inequidad e ilegalidad.

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Los Estados actuales se estructuran con base en un derecho positivo que les da sustento y viabilidad, que prescribe la gama de derechos y las funciones de la autoridad. Es el derecho el que subordina las decisiones de la autoridad a la realización de fines superiores, es el derecho el que limita los abusos y excesos, modera los intentos de concentración del poder en todo sistema democrático y garantiza la cabal rendición de cuentas de quienes ocupan cargos de decisión.

La fortaleza es virtud indispensable para quienes se dedican auténticamente a la política. La política real, la que se aleja de la politiquería y el negocio, es servicio incondicional y entrega absoluta, y para estos altos cometidos son indispensables enormes energías propias de la fortaleza, virtud que lleva a emprender lo arduo con tenacidad y resistencia.

Por último, está la llamada templanza, que no es otra cosa que la vida conducida bajo ideales de moderación, sobriedad y decencia. Los griegos postularon el ideal del justo medio: todo con medida, y Aristóteles abrevó de estas ideas para proponer su teoría de la virtud como medio entre dos extremos. Los griegos repudiaban la desmesura, la hibris, ya que la consideraban una enfermedad.

Más allá de las virtudes cardinales que brevemente consideramos, Miguel Estrada Iturbide introdujo otras virtudes, las teologales, que son la justa culminación de la vida virtuosa. Así, don Miguel decía: “Virtudes del político son la justicia, la prudencia, la generosidad, el amor, si, el amor al bien común, el amor a la ciudad y amor auténtico. Porque como dice… Santo Tomás de Aquino, a la ciudad se le puede amar de dos modos; se la puede amar y de hecho los gobernantes la aman así, para dominarla; y se la puede amar para servirla; y sólo esa segunda forma es la forma del amor auténtico”.

El amor es la culminación suprema de la vida virtuosa, que en términos de los pilares del humanismo se manifiesta como amor incondicional a la persona humana; vigencia plena de un orden social basado en la solidaridad, rostro social del amor; realización de ideales de amor entre desiguales expresado en el principio de subsidiariedad; y suprema entrega de la autoridad a los fines superiores de la comunidad y al servicio incondicional que constituye el bien común.

El amor auténtico se expresa siempre como servicio y entrega. Estas consideraciones serían insuficientes si no contáramos con innumerables ejemplos de quienes, desde Acción Nacional, realizaron plenamente la vida virtuosa. No vayamos más lejos, don Manuel Gómez Morin fue la viva encarnación de la vida virtuosa: fue prudente al proponer los medios adecuados para lograr fines superiores, creando un partido diseñado para ser instrumento de México; fue justo en todo momento al ser una persona de leyes siempre sensible a la opresión y la miseria; fue fuerte y tenaz al extremo al proponer y concretar las nuevas instituciones del sistema financiero mexicano como el Banco de México; y fue moderado en su vida diaria y en su vida partidista, dejando el poder en manos de quien lo habría de suceder en la dirigencia del Partido que él fundó.

La suprema culminación de la virtud política es el amor y en este ámbito ¿qué mayor testimonio podemos tener que el de miles de mujeres y hombres que entregaron y entregan lo mejor de su vida para construir la nación que anhelamos desde el Partido Acción Nacional?

 

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